No me dolió
picarte la cabeza
con el machete de mi abuelo;
ya tenías el cráneo débil,
desecho,
esperando ser abierto.
Cayó tu sangre por mis párpados,
por mi nariz,
me humedeció un poco la barba
y te vi caer
como un saco lleno
de harina y aire
y nada. No me dolió
ni me dio asco.
Te arranqué el sable de la frente
y entre media carcajada
desplegué mi orgullo,
mi fuerza,
mi valentía y mi indiferencia.
No me dolió.
II.
Yo me acuerdo bien
de mi vecino,
de su podadora prendida
a las seis de la mañana,
de sus perros apestosos y jodones.
Me acuerdo de sus hijos gritando
por la madrugada
jugando Wii
durante mi meada nocturna.
La palabra "vecino" trae
un collage incordio de memorias,
de carros bloqueando mi marquesina,
de los novios de su hija
tirando piedras.
Me acuerda de la vez
que se trepó en mi techo
para hacer no sé qué diablos.
También recuerdo mi sonrisa involuntaria
cuando me vi sin más opciones
que pasarle por encima
con la Jeep.
III.
Me he puesto a pensar
que si me muerden
no sería tan malo.
Al menos
me podría comer
- al fin-
a la rubia
del campamento de al lado.
IV.
Los pasos en la noche
hay que diferenciarlos
por su velocidad;
muy rápidos, sigue durmiendo;
si son lentos,
con cuidado asómate.
Cógelo con calma, solo mira,
no desenvaines el machete
ni apuntes la pistola,
no vaya a ser
que decapites a tu abuela.
V.
He hablado
tanta mierda
durante mi vida
que ahora que no tengo a quién decírsela
me doy cuenta
de lo mucho que fue.
He aprendido a amar el silencio,
especialmente en las noches,
cuando lo amo
más por conveniente
que por placentero.
Escuchar pasos, gruñidos, etc.
Pero me hace sentir bien
ya no hablar tanta mierda;
me siento menos inútil.
Las palabras no pueden
tumbar cabezas.
- Carlos Eduardo Silva Velázquez