Poco alivio para los pobres lagartijos, cuyos últimos recuerdos eran los redundantes sabores de la pólvora desgarrándoles la vida como un terremoto solar fuera de control, imposible, indecible en el lenguaje misterioso de los lagartijos. David y yo encontrábamos todo el espectáculo muy jocoso. Reíamos como niños porque éramos niños todavía. En nuestro mundo no matábamos, más bien jugábamos. La muerte –aunque una menuda como lo era la de una lagartija anónima, solitaria, que encontrábamos engullendo insectos en los bancos del río- no encontraba dónde alojarse en la sala desordenada de nuestros pensamientos: un reguerete barroco de juguetes, pistolas de plástico y tardes de verano. Todos los muebles estaban ocupados por juegos, petardos, carreras en contra de la corriente del río, vecinos buena gente y vecinos que nos caían mal, carritos, crayolas, avioncitos de papel, pompas de jabón... Por eso, cuando la muerte visitaba con cada lagartijo reventado, no encontraba dónde sentarse para hablarnos un rato sobre cosas a las cuales hubiéramos respondido con muecas irreverentes de aburrimiento, de sueño; cosas cuya geometría difícil no correspondía con el espacio disponible en la sala de nuestros pensamientos.
Hoy cuando me desperté me abatía un dolor de cabeza terrible. En algunos países de habla hispana alguien me hubiera podido preguntar: ¿te arropa la cruda, no? Pero no estoy en un país de habla hispana, no bebí nada anoche y estoy solo cuando me levanto. La noche se me había adelantado y había perdido todo el día soñando sobre un monstruo que amenazaba materializarse dentro de una olla de arroz frío que nadie se quiso comer en algún otro sueño. Descubrí que si mantenía el arroz caliente, la bestia no se podía materializar. Toda la tarde me pasé velando una olla de arroz hirviendo sobre una estufa de gas, añadiendo agua mientras se evaporaba la que había echado unos instantes antes. Por fin se acabó el gas; el sueño se tornó de súbito dramático, injusto, y me desperté sin darle tiempo a la fiera para surgir del arroz. No sé por qué no se me había ocurrido despertarme antes; así me hubiera ahorrado un poquito de gas y la tarde no sería ahora noche. Pero quién sabe por qué uno se comporta como se comporta en los sueños.
Otra vez despierto, consciente, con un dolor de cabeza que no podía interpretar, y este hecho a su vez alimentaba el dolor inexplicable, inexcusable. La jaqueca hacía unos ruidos y tenía una textura peculiar que no lograba reconocer, aunque sabía muy bien que había escuchado esos ruidos e investigado ese tipo de superficie áspera un montón de veces en el pasado. Pero hay demasiada carretera entre el pasado y yo; se me hace imposible recorrer tanto valle, tanto paisaje mudo, tanta curva peligrosa justo cuando me levanto y abro los ojos por primera vez en el día. Me interesaba más el cuarto de baño, porque quería deshacerme de una orina que llevaba acumulando desde la noche anterior. En camino al trono de porcelana se me pegaron todo tipo de migajas y sucio a las plantas de los pies. Me fui abriendo paso entre todo este caos doméstico, sacando la ropa del medio con patadas estratégicas, pasos cautelosos que doy por encima de los obstáculos inmovibles debido al peso o porque son propiedad ajena, de mi compañera de penas y amores, y no tengo derecho a tocarlos. Caminé con apuro entre aquella maleza moderna, urbana, que nos ha atrapado en nuestro propio hogar como un laberinto curioso que goza de cierta vida, creciendo y mutando su forma sin consultar con nosotros, enroscándose a nuestras vidas de manera arbitraria, a veces despótico y hostil.
Nuestro departamento es como un país del Tercer Mundo. No existe orden ni democracia; la pobreza es un tirano apestoso y mugriento. No existe tal cosa como waste management en el departamento. Aunque la sala es uno de los distritos que mejor se defiende, el déficit y el desempleo han hecho de ella un barrio triste, demacrado, donde los niños mueren arrollados por los autos lujosos que bajan de los suburbios. Ya estoy acostumbrado a la miseria de mi sala.
Exhibiendo varios rasgos de apatía, me deposité en una butaca vieja frente al televisor. Sabrá dios el número de nalgas que ha descansado en esta butaca luego de un sueño severo. Me arriesgo a decir que el número sería par. A menos que un fenómeno anormal haya traído hasta este antiguo cojín a un pobre veterano, víctima de alguna atrocidad o barbarie de la guerra inmunda en la que se encontró, de la cual no se pudo escapar sin que antes le amputaran una nalga, hecho que convierte de inmediato la cifra especulada en número impar. Como quiera, el reclinatorio estaba destinado a la extinción cuando lo encontré en la periferia de Vern’s Recyclable Treasures. Lo rescaté con el camión de un amigo mío. Ahora, cuando me siento en esta silla, pienso en su vida; sus sufrimientos, sus cumpleaños con bizcocho de chocolate, sus amores y sus dolores, la injusticia cometida cuando fue abandonada a la merced de los elementos, como una mascota vieja e inútil, a morir frente a Vern’s. ¿Con qué instintos cuenta una butaca vieja para sobrevivir a la intemperie salvaje de un pueblo montañérrimo? Una butaca doméstica no entiende de evolución ni de la ley de selección natural; solo conoce de salas y compañía, de vinos y periódicos, de pipas y silencios. Cuando la encontré, la salvé del sistema digestivo de un trok de basura, o del esputo y vómito de un borracho errante, o del hacha de un vagabundo en busca de algo que quemar para generar calor en un callejón congelado de invierno. Y ahora, en la revolución de mi departamento, le ofrezco la protección de mis cuatro paredes. Ella me devuelve el favor con la comodidad limitada de sus resortes anticuados, y el mundo afuera sigue envuelto de noche, estrellas y contaminación.
Entonces, frente al televisor, sentado sobre los muelles defectuosos de la susodicha butaca domesticada, me ilumina una noción: la tortura craneal que hace de mis pensamientos un revoltillo salado no es más que el dolor producido por cientos de lagartijos estallando a la misma vez, derramando destellos por los pasillos oscuros de mi cabeza.
- Te lo dije, Rafa, - me dice la Muerte, desvelada, mientras se sirve un vaso de agua en la cocina de mi espíritu, - pero no me quisiste escuchar.
La Muerte vive conmigo ahora. Habita su propia alcoba abstracta que da a la sala de mis pensamientos. Se ha llevado no sé a dónde varias personas que me hacen falta. Pero no es su culpa. No es la culpa de nadie, me ha dicho en algunas ocasiones. Sin embargo, eso no me ayuda en nada cuando me levanto solo y lloro porque extraño a Chris. Yo quiero que sea culpa de alguien, para que la pena no pese tanto, pero siempre regreso al recuerdo de los lagartijos y me callo la boca. Dentro de Chris no corría sangre fría. El cuerpo lo tenía lleno de calor y los ojos los tenía llenos de lluvia. La pistola que usó para volarse los sesos no era de plástico ni estaba cubierta con piel de lagartijo; estaba hecha de acero inoxidable y el cañón sabía a pólvora, como los pequeños petardos japoneses de mi juventud.
- ¿Qué podría ser peor que una infección vaginal de hongos?, - me preguntó una muchacha linda, de cabellos rubios, desde las dos dimensiones de la pantalla del televisor durante uno de los comerciales.
Quizás, si fuera posible, a lo mejor en un sueño, un lagartijo de Río Piedras le contestaría que lo peor del mundo es el sabor a pólvora en la boca.
¿Y quién soy yo para decir que no?
(de Alaska, 2007)