La mañana del día de mi muerte desperté como siempre. No amanecí sobresaltada. No consideré tener más cuidado de lo normal. Era tan solo otro día; igual a los muchos días que había visto antes, igual a los muchos más que pensé que llegaría a ver después. Se supone que uno se sienta distinto — o al menos, sería una cortesía si así lo fuera— por si entonces se puede evitar la situación.
La mañana del día de mi muerte desperté como siempre. Cumplía veintitrés años de vida, de esa cosa rara que se llama vida, que no fue para mí más que un constante movimiento inseguro a través de una rutina desorganizada a la cual me habitué. Abrí los ojos y un rayo de luz me rasgó el borde de la pupila. Los cerré de nuevo. Cubrí mi visión con una pañoleta negra como solía hacerlo a diario desde que decidí modelar mi vida obedeciendo la frase “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Me cubrí los oídos con música a todo volumen. (Escuchar el mundo sin verlo es terrible.) Me enterré la música muy dentro de la oreja, me la incrusté en el alma, si es que esto es posible, para ya no sufrir más. Me levanté de la cama y doblé las sábanas, sin ver, al ritmo de música tecno. Me cepillé sin ver. Cociné sin ver. Me vestí sin ver. Cuando uno ya conoce la ubicación de todo lo que hay en su baño, en su cocina, y en su cuarto — porque ha visto lo mismo por tantos años- no es un asunto difícil. Tal vez y muy probablemente mi ropa no combinaba en nada, pero ¿a quién escucharía criticarme? A nadie.
Contemplé una vez más la idea de que mejor habría sido nacer con los ojos cerrados y los oídos tapados. Si uno pudiese impartir lo que aprende al mundo entero… bueno, no —los oídos no. Si no hubiese sido por la música que bombardeaba ambos lados de mi cabeza, habría estado el día entero sola con mis pensamientos. Terrible. Me habría vuelto loca.
Salí a la calle y me dejé guiar por la rutina. Inhalé humo de cigarrillo, polvo del aire grumoso y peste a mendigos que pasaban demasiado cercanos a mí. Esperé pacientemente los cinco minutos cotidianos a que llegase la guagua pública a recogerme. Sentí los escalones debajo de mis pies mientras subía, deposité los cincuenta centavos que tomaba el que me llevaran hasta el trabajo y me senté en la cuarta fila de la derecha junto a la ventana. Sólo 12 horas para estar en mi cama de nuevo.
Pasados diez minutos más, llegó él. Él nunca se había sentado a mi lado antes. Su olor me era desconocido. Me sentí perturbada pero no me inmuté a hacer nada al respecto. No podía aventurarme fuera del rumbo que había trazado. Ya tenía mi día calculado como una receta de cocina y un ingrediente adicional podía ser desastroso, aunque —y he aquí mi error en juicio— algunas veces, un ingrediente desprovisto mejora la receta.
No vi su rostro ni escuché su voz. Sentí su mano de repente entrelazarse con la mía, enroscarse confiadamente alrededor de mis dedos y sujetarme más fuerte, como solo hace quien te conoce. Respiré profundo y me besó. Hacía tanto tiempo que no sentía el tacto de otro ser humano que por unos segundos me quedé paralizada, estupefacta ante el calor de sus labios y la suavidad de su piel. Hacía tanto tiempo que no conocía un beso que sin cordura lo besé también. Entonces, sin soltarle la mano, me bajé en su parada en vez de en la mía.
Sentí mis cachetes elevarse, acercándose a mis ojos mientras sonreía. “Ojos que no ven, corazón que no siente” —mentira. El corazón siente sin pedir permiso. “Corazón que no siente, te ciega la vista” sería un refrán más acertado.
Me dejé guiar por un completo extraño mientras aún tenía los ojos vendados y los audífonos puestos. Sentí el viento golpearme la cara. Sentí la arena debajo de mis pies. Olí el mar; hacía años que no visitaba el mar. Me arranqué los audífonos y me tiré sobre la arena con él. Lo besaba. Imaginaba sus ojos. Quizás fuesen verdes o color avellana, podían ser grandes o pequeños, o tal vez infinitos.
Rodamos hacía la costa donde el mar nos envidiaba. Las olas me atropellaban, llenas de ira y celos al verme jugar con el cabello de un hombre cuyo nombre no conocía. No aguanté más; quise verlo. Al desprender el pañuelo negro que me vendaba los ojos, el azul-verde del mar fue el único que me devolvió la mirada.
Estaba sola. Estaba completamente sola y caminando hacia mi ruina. Sólo me habría detenido encontrarlo a él o a la cordura; sin embargo, ninguno de los dos dormía debajo del mar. Yo misma los había despachado hace tiempo.
La tarde del día de mi muerte desperté mientras me ahogaba — pero a pesar de todo,
ya era demasiado tarde.
- Nicole M. Yordán López
La mañana del día de mi muerte desperté como siempre. Cumplía veintitrés años de vida, de esa cosa rara que se llama vida, que no fue para mí más que un constante movimiento inseguro a través de una rutina desorganizada a la cual me habitué. Abrí los ojos y un rayo de luz me rasgó el borde de la pupila. Los cerré de nuevo. Cubrí mi visión con una pañoleta negra como solía hacerlo a diario desde que decidí modelar mi vida obedeciendo la frase “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Me cubrí los oídos con música a todo volumen. (Escuchar el mundo sin verlo es terrible.) Me enterré la música muy dentro de la oreja, me la incrusté en el alma, si es que esto es posible, para ya no sufrir más. Me levanté de la cama y doblé las sábanas, sin ver, al ritmo de música tecno. Me cepillé sin ver. Cociné sin ver. Me vestí sin ver. Cuando uno ya conoce la ubicación de todo lo que hay en su baño, en su cocina, y en su cuarto — porque ha visto lo mismo por tantos años- no es un asunto difícil. Tal vez y muy probablemente mi ropa no combinaba en nada, pero ¿a quién escucharía criticarme? A nadie.
Contemplé una vez más la idea de que mejor habría sido nacer con los ojos cerrados y los oídos tapados. Si uno pudiese impartir lo que aprende al mundo entero… bueno, no —los oídos no. Si no hubiese sido por la música que bombardeaba ambos lados de mi cabeza, habría estado el día entero sola con mis pensamientos. Terrible. Me habría vuelto loca.
Salí a la calle y me dejé guiar por la rutina. Inhalé humo de cigarrillo, polvo del aire grumoso y peste a mendigos que pasaban demasiado cercanos a mí. Esperé pacientemente los cinco minutos cotidianos a que llegase la guagua pública a recogerme. Sentí los escalones debajo de mis pies mientras subía, deposité los cincuenta centavos que tomaba el que me llevaran hasta el trabajo y me senté en la cuarta fila de la derecha junto a la ventana. Sólo 12 horas para estar en mi cama de nuevo.
Pasados diez minutos más, llegó él. Él nunca se había sentado a mi lado antes. Su olor me era desconocido. Me sentí perturbada pero no me inmuté a hacer nada al respecto. No podía aventurarme fuera del rumbo que había trazado. Ya tenía mi día calculado como una receta de cocina y un ingrediente adicional podía ser desastroso, aunque —y he aquí mi error en juicio— algunas veces, un ingrediente desprovisto mejora la receta.
No vi su rostro ni escuché su voz. Sentí su mano de repente entrelazarse con la mía, enroscarse confiadamente alrededor de mis dedos y sujetarme más fuerte, como solo hace quien te conoce. Respiré profundo y me besó. Hacía tanto tiempo que no sentía el tacto de otro ser humano que por unos segundos me quedé paralizada, estupefacta ante el calor de sus labios y la suavidad de su piel. Hacía tanto tiempo que no conocía un beso que sin cordura lo besé también. Entonces, sin soltarle la mano, me bajé en su parada en vez de en la mía.
Sentí mis cachetes elevarse, acercándose a mis ojos mientras sonreía. “Ojos que no ven, corazón que no siente” —mentira. El corazón siente sin pedir permiso. “Corazón que no siente, te ciega la vista” sería un refrán más acertado.
Me dejé guiar por un completo extraño mientras aún tenía los ojos vendados y los audífonos puestos. Sentí el viento golpearme la cara. Sentí la arena debajo de mis pies. Olí el mar; hacía años que no visitaba el mar. Me arranqué los audífonos y me tiré sobre la arena con él. Lo besaba. Imaginaba sus ojos. Quizás fuesen verdes o color avellana, podían ser grandes o pequeños, o tal vez infinitos.
Rodamos hacía la costa donde el mar nos envidiaba. Las olas me atropellaban, llenas de ira y celos al verme jugar con el cabello de un hombre cuyo nombre no conocía. No aguanté más; quise verlo. Al desprender el pañuelo negro que me vendaba los ojos, el azul-verde del mar fue el único que me devolvió la mirada.
Estaba sola. Estaba completamente sola y caminando hacia mi ruina. Sólo me habría detenido encontrarlo a él o a la cordura; sin embargo, ninguno de los dos dormía debajo del mar. Yo misma los había despachado hace tiempo.
La tarde del día de mi muerte desperté mientras me ahogaba — pero a pesar de todo,
ya era demasiado tarde.
- Nicole M. Yordán López